El Sí o el No, o prejuicios inconscientes

En Colombia hay un engranaje psicosocial profundo y difícil de roer que se opondrá a la fuerza arrolladora del Sí. El catolicismo cumple con su rol y asimismo el uribismo. “Es” –incluso– “más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Albert Einstein (1879-1955) matemático y físico alemán.

Un tratado o un acuerdo de paz se define como una convención alcanzada entre dos partes hostiles: ejército nacional y grupo(s) armado(s). Ocurrió en El Salvador (1980-1992) entre la Fuerza Armada y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN); ocurrió en Guatemala (1960-1996) entre las Fuerzas Armadas y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG); ocurrió en Nepal (1996-2006) entre el gobierno monárquico y los rebeldes maoístas (Mao Zedong).

En los tres casos se trató del poder de turno (derecha) contra el comunismo (izquierda). En los tres casos se trató de una solución negociada. En los tres casos se trató de concesiones de ambas partes. En los tres casos se trató de una justicia «transicional» y, en uno de ellos, hasta de la redacción de una nueva Constitución. En ninguno de los tres casos se trató de dejar las armas para irse a la cárcel. Como bien aclaró León Valencia este domingo: “Nadie en ninguna parte del mundo ha negociado la paz para salir de la mesa hacia la cárcel” (tampoco en Irlanda del Norte). Esa no es la naturaleza de un acuerdo de paz y cuanto más rápido lo comprendan los colombianos, más rápido experimentarán la paz que, en mayor o menor grado, hoy conocen El Salvador, Guatemala y Nepal (e Irlanda del Norte).

La necesidad de forjar una justicia «transicional» (o una jurisdicción especial para la paz, en nuestro caso) que haga posible la incorporación de las partes a la legalidad, a la vida civil o a la vida política, nace de la naturaleza de un «conflicto armado interno», que se caracteriza por el enfrentamiento entre dos ejércitos (uno institucional, otro subversivo). No se trata de quien se acerca a una esquina y mata alguien para robar su celular (jurisdicción ordinaria) sino de quienes a causa de las desigualdades entre las diferentes regiones del país decidieron (guerrilleros; paramilitares; ejército) empuñar las armas en razón de la defensa de un modelo de Estado cometiendo –necesariamente, en virtud del enfrentamiento– crímenes de guerra o de lesa humanidad. El móvil de las partes en conflicto no es una condición psíquica o una patología como ocurre en delincuentes habituales y en asesinos en serie, respectivamente, sino una idea o convicción política que, en el caso de la parte subversiva, los canales de expresión fueron cerrados y los de la persecución abiertos. ¿U olvidamos La Violencia (1948-1958) que originó el conflicto y el exterminio físico y sistemático de la Unión Patriótica? ¿Después de 66 años de guerra queremos seguir negando a otros la posibilidad de manifestar sus ideas? Señores: el problema no es que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) sean comunistas sino que lo sean con armas en mano en el siglo XXI. De ahí que se hable de ‘Armas por urnas’.

Si nos adherimos, sin embargo, a la consigna propagandística de la administración Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) en complicidad con el principal medio de comunicación masiva del país (RCN), que reza algo así como “Aquí no hay un conflicto armado ni cosa que se le parezca o confunda, sino una organización terrorista sin un fin político”, las FARC no son ni fueron nunca combatientes inspirados por el comunismo sino una organización terrorista a secas. Esa mentira histórica o “esa campaña de odio, se vendió bien, bastante bien”, consideró durante una entrevista el director del Centro de Pensamiento de la Universidad Nacional, Alejo Vargas Velásquez. ¿Cómo no iba a venderse bien, siendo justificaría la no negociación sino la crudeza de un tratamiento bélico (regido por la máxima «El fin justifica los medios») que acabó con la vida de más de un millar de inocentes posteriormente presentados como guerrilleros abatidos en combate? Es lo que conocemos en nuestra historia de sangre como los «falsos positivos» a manos del ejército nacional.

Señores, salgamos del clóset. Nuestro pánico no es, en modo alguno, que las FARC puedan gozar de representación política tras la firma o implementación de un acuerdo de paz o que no vayan a cumplir con penas privativas de la libertad (quienes decidan colaborar con la justicia mediante la confesión de sus crímenes). Nuestro miedo es el comunismo; o habríamos puesto el grito en el cielo cuando en 2005 se negoció la paz con los paramilitares en el marco de la Ley de Justicia y Paz (nadie se escandalizó, ni se escandaliza hoy, ante la noticia de los 18.000 paramilitares, no indultados, sino amnistiados). Tendemos a asociar el «comunismo» con el «totalitarismo» olvidando que todas las dictaduras de América Latina, con una sola excepción, han sido de ultraderecha. Muchos de nosotros ni siquiera logramos armar una definición teórica o conceptual de lo que es el socialismo y el comunismo o el feudalismo y el capitalismo, o el neoliberalismo, y sus matices según la región del mundo que lo practica, lo que refleja nuestro grado de ignorancia.

Hace unos días entrevisté también a un senador del Centro Democrático a quien le tengo aprecio. Durante la entrevista me hizo consciente de un prejuicio también muy arraigado en la psiquis nuestra y de gran parte del mundo occidental: la forma en que concebimos la «justicia». Del «Ojo por ojo; diente por diente» o la Ley del Talión de los pasajes bíblicos y el Derecho romano pasamos a las nociones penales retributiva y utilitarista de Immanuel Kant y Jeremy Bentham, respectivamente. Pero ni la venganza ni la proporcionalidad entre la pena y el crimen devuelven nada ni a la sociedad ni a la víctima. ¿De qué le sirve a los niños de la nación que los funcionarios que se robaron el dinero de su educación permanezcan encerrados en el Panóptico de Bentham durante el resto de sus vidas, por ejemplo? ¿De qué le sirve a los familiares de la víctima ultrajada o asesinada que su victimario sufra el mismo destino de los antes mencionados? ¿Acaso no es mejor aspirar a la devolución de lo arrebatado –en los casos en que sea posible– y a la posterior rehabilitación del victimario? ¿Acaso no satisfaría el interés de la víctima (persona) o del afectado (sociedad o Estado) al mismo tiempo en que asegura la no repetición del hecho? «Educad al niño para no castigar al hombre», sostuvo el racionalísimo Pitágoras de Samos, filósofo y matemático griego (475 a.C.).

El Comunicado Conjunto No. 60 de los acuerdos de paz en La Habana, Cuba establece que “no serán objeto de amnistía o indulto los delitos de lesa humanidad, el genocidio y los graves crímenes de guerra (…) la tortura, el desplazamiento forzado, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales y la violencia sexual”. Estos “serán objeto de investigación y juzgamiento por parte de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)”. Apenas lógico la creación de una instancia especial, no ordinaria, porque se trata de una circunstancia también especial: conflicto armado interno. El comunicado también contempla entre 5 y 8 años de prisión para quienes no colaboren con la justicia sobre las circunstancias de modo, tiempo y lugar de los hechos criminales.

¿Sabíamos en Noruega las cárceles no tienen cercas ni personal de seguridad? En lugar de cercas, zonas verdes; en lugar de seguridad, profesores. En Colombia hay un engranaje psicosocial profundo y difícil de roer que se opondrá a la fuerza arrolladora del Sí. El catolicismo cumple con su rol y también el uribismo. Espero con el paso del tiempo, no obstante, podamos ponerle fin al conflicto armado interno más antiguo del hemisferio occidental y el tercero más antiguo del mundo: 6.4 millones de desplazados. Suficiente.
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Esta columna fue publicada en Semana.com:

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